lunes, septiembre 29, 2014

'La entrega', inteligente noir de personajes

Hay muchas películas como La entrega, muchas con una trama parecida y muchas que explotan un escenario criminal neoyorquino de este nivel. Eso es una obviedad, una que permite encontrarle referentes y que hace que la cinta entre en el siempre peligroso juego de las comparaciones. Pero esta segunda película de Michaël R. Roskam (tras la muy desconocida Bullhead) destaca por lo más básico del cine de género, un guión inteligente y un reparto formidable. De esta forma, incluso con alguna pequeña laguna en la primera mitad de la película (o al menos con elementos que no encajan con tanta facilidad en la historia que propone), el espectador se siente respetado por una trama hábil, creada a partir de unos personajes construidos con mimo y que convencen desde el primer momento, incluso dentro de los extremos en los que se mueven y la voluntaria ausencia de información. La entrega es así un noir agradecido, lleno de movimientos inteligentes y con un final casi perfecto.

Cuando una película decide arrancar con un prólogo como el de La entrega, no hacen falta sinopsis para convencer al espectador. Baste decir que estamos en un Brooklyn, que el centro de la historia es un bar y que un crimen es el desencadenante de una historia muy turbia y emocionalmente compleja protagonizada por personas con muchas dobleces y un pasado que les ha marcado de formas muy diversas. Sucede así con Bob (Tom Hardy), camarero del mencionado bar; con el Primo Marv (James Gandolfini), antiguo dueño del local y hoy sólo administrador en nombre de la mafia chechena; con Nadia (Noomi Rapace), una mujer que aparece en la vida de Bob por culpa de un perro; y con Eric (Matthias Schoenaerts), un tipo tan peligroso como desequilibrado, del que se dice que diez años atrás asesinó a un hombre que frecuentaba el bar. Los lazos entre todos ellos, hay que insistir en ello, no son especialmente originales. Pero, de alguna manera, todo funciona bastante bien.

A eso contribuye con fuerza no sólo el a ratos más que notable guión de Dennis Lehane (basado en una obra corta suya; se ha publicitado mucho que es el escritor de Mystic River, Shutter Island y Adiós, pequeña, adiós) sino sobre todo las poderosas interpretaciones. Tom Hardy es uno de esos actores que da la impresión de estar siempre en crecimiento, siempre imbuidos por sus personajes por muy diferentes que sean unos de otros. Lo que hace en La entrega es digno de elogio desde el principio por la cantidad de matices que hay en su mirada, en sus palabras y en sus reacciones, pero si algún espectador no le encuentra la genialidad seguramente cambiará de opinión tras el clímax de la película. Y la película, además, es la última que hizo James Gandolfini antes de morir. Puede que no sea la cinta que todo el mundo citee cuando le recuerde, pero tiene en ella un par de escenas memorables, especialmente la que interpreta sentado frente al televisor con el propio Hardy. Sólo esa escena ya vale el precio de una entrada.

Y lo bueno es que la película ofrece mucho más que eso. Originalidad no, elementos especialmente rompedores tampoco, pero sí mucha inteligencia, respeto al espectador y a la trama que va desarrollando el filme, que es lo que se le tiene que pedir al noir. Porque esto es mucho más noir que thriller, centrado como está en los personajes y con el pesimista análisis de la naturaleza humana que sólo ciertos elementos de su tramo final ponen en cuestión. Y con un ritmo espléndido, siempre creciente, cada vez más intenso, trasladando al otro lado de la pantalla toda la tensión que se va acumulando en los personajes principales. Eso es lo que ofrece La entrega, solvencia y solidez, un buen entretenimiento de género y el despliegue de un reparto fantástico. Que esta sea la despedida de Gandolfini no es más que la guinda a una buena película que habría merecido los mismos elogios sin ese componente de homenaje.

viernes, septiembre 26, 2014

'La isla mínima', un thriller tan espléndido como español

Películas como La isla mínima son las que sirven para que se abandone de una vez por todas lo más despectivo de la etiqueta de cine español que todavía se intuye entre la posible audiencia de una película. Porque el nuevo trabajo de Alberto Rodríguez tras la quizá demasiado alabada Grupo 7 demuestra que se puede hacer un cine de evidentes referencias pero con un toque propio, algo que no sólo sea deudor de la historia, el presente y la idiosincrasia de las artes de nuestro país pero que sea fácilmente vendible en cualquier lugar del mundo. La historia de La isla mínima es universal y su talento cinematográfico también. Y todo encuentra un envoltorio perfecto en un momento de la historia de España (el relato acontece en 1980) que añade algo propio y fascinante al resultado final, que no sólo no merma la película sino que la enriquece. Pero sobre todo destacan una puesta en escena soberbia por momentos, ya desde los créditos iniciales, y una pareja protagonista excepcional, la que forman Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez.

No hay nada especialmente nuevo o inventado en La isla mínima. Más que un referente, es una consecuencia de tantas y tantas películas que siguen una misma estela. Pero hay en el conjunto final incontables signos de inteligencia. La presentación de la pareja de policías que interpretan Arévalo y Gutiérrez es sin duda lo mejor de la película. Son personajes casi sin nombre, su presencia llena la pantalla y la información sobre ambos no se da de forma brusca, sino que se desliza con sutileza a lo largo del guión. Eso es lo que permite un final como el que tiene la película, casi perfecto (si no fuera por un pequeño detalle sobre el primero de ellos que chirría ligeramente y que no se puede desvelar). La trama, aún funcionando como un reloj, tiene un ligero defecto, probablemente el único que se le pueda sacar a toda la película y rascando mucho en su corazón y en su superficie: todo sucede de una forma demasiado ordenada. Cada pista surge en el momento adecuado, cada personaje aparece con precisión algo irreal.

La historia, efectivamente, parte de premisas manidas en tatos títulos que incluso es difícil citar referencias muy concretas. Dos policías van a un pueblo pequeño para resolver la desaparición de dos adolescentes, dos hermanas. Pero todo esto sucede en las marismas del Guadalquivir, en un entorno fantástico, que añade mucho al relato y del que Rodríguez, en una evidente progresión como autor, saca muchísimo partido. Lo hace durante toda la película pero especialmente en el último tercio de la película, cuando el ritmo alcanza una velocidad espectacular, que evidencia que hay que saber manejar muy bien el montaje para haber contado tantas cosas y con tantos personajes (eso le permite dejar en un papel clara y acertadamente secundarios a Antonio de la Torre, Nerea Barros o Jesús Castro) en unos perfectos 105 minutos, ya muy bien apuntalados en un guión que sabe ir a lo concreto, que casi siempre acierta en el tono (quizá chirría alguno de los personajes del pueblo) y que sobre todo deja muchos elementos para que el espectador trabaje, en el thriller pero sobre todo en el retrato de los protagonistas.

Siempre que hay muchas expectativas puestas en una película se corre el riesgo de que defraude, pero La isla mínima se defiende con una eficacia extraordinaria. Con un ánimo crítico muy severo se puede echar de menos algo de caos en la colocación de los elementos, quizá presentados de una forma demasiado medida como para alcanzar el nivel de realismo que Rodríguez sí alcanza con el resto de elementos cinematográficos, pero eso es todo lo que se puede debatir en contra de una película con muy pocas tachas y muchísimos aciertos. La isla mínima lo tiene todo para convencer: el guión, los actores, el escenario, la puesta en escena, la ominosa música, el momento temporal... Todo entra en el juego con tanta facilidad que desde el otro lado de la pantalla, desde el patio de butacas, es igualmente sencillo entrar en la película. Y no salir de ella. No es que capture su inicio, su trama o algún detalle concreto. Es que casi todo resulta fascinante y sus leves defectos, aún siendo palpables, quedan rápidamente olvidados. Eso es lo que suele suceder cuando se hace buen cine.

miércoles, septiembre 24, 2014

'Si decido quedarme', una propuesta indefinida

Después de advertir del error que supone leer las sinopsis que se han publicado de Si decido quedarme, hay que decir que en la película, la primera de R. J. Cutler, hay temas y propuestas que son atractivas. La película habla de Mia, interpretada por Chlöe Grace Moretz, una joven de especial talento con el chelo que se enamora de un joven rockero un año mayor que ella, Adam (Jaimie Blackley), y que vivirá un acontecimiento en su vida que hará que cambie para siempre. Dejémoslo ahí, porque dado que Cutler se toma su tiempo en mostrar ese punto sin retorno no hay ninguna razón para destrozarlo con resúmenes, ni siquiera con análisis. Pero lo que sí se puede decir es que la propuesta queda completamente indefinida, con continuos errores de continuidad, personajes de ida y vuelta sin explicación alguna y momentos inverosímiles que hacen que la película sea compleja de digerir como conjunto, incluso admitiendo que tiene algunas escenas preciosas y varios planteamientos incluso muy atractivos.

Resulta curioso que la película pueda dejar una sensación tan intensa de ser fallida cuando los dos elementos sobre los que tendría que pivotar están entre lo más apreciable de su propuesta. Por un lado, es una película muy centrada en su personaje protagonista, y Chlöe Grace Moretz es una actriz versátil, que se mueve bastante bien entre géneros, que soporta la película con entereza y que desprende carisma, incluso aunque resulte bastante discutible, incluso inverosímil a efectos de la ficción, que una persona con tantas inseguridades pueda ser capaz de semejante virtuosismo musical. Pero asumamos eso sin más. Llegamos a la música, clave para disfrutar del filme. La conjunción entre piezas clásicas y rockeras funciona, la contraposición entre los mundos de Mia y Adam se comprende con facilidad y algunas de las mejores escenas de la película pasan por esos dos elementos, Mia y la música. Pero a partir de ahí, la película comienza a caerse.

Es difícil entender porque una cinta que muestra un ritmo tan ágil y prometedor en su arranque (con dos personajes espléndidos, los de los padres de Mía, Mireille Enos y Joshua Leonard), acaba cayendo de una forma tan profunda. La película se pierde en un montaje que quiere relacionar presente y pasado de forma continua pero se olvida de la razón fundamental para unir escenas, la emocional. Y lo hace cuando precisamente quiere capturar al espectador por ese lado. De esa forma, la película es más sensiblera que sentida, más lacrimógena que emocional. Falla en las sensaciones pero también en la puesta en escena, y hasta ahí se llega porque el guión se convierte en una pieza muy discutible del engranaje. Al final es difícil saber si la película quiere ser una historia de amor, una sobre la familia, una acerca de la importancia de la música o incluso una sobre la madurez. No se llega a entender, porque la película es sumamente contradictoria en ese sentido y sobre todo con su final, lo que es importante de verdad para Mia. Y sin saber eso, el final hace que el andamiaje se derrumbe.

Quedan algunas secuencias atractivas, quedan momentos que sí pueden llegar a conmover, y queda una buena interpretación (una más) de su protagonista. Pero falta mucho para que el conjunto sea completo. Se antojan demasiados los 107 minutos que emplea Cutler para algo que, al final, supone una decisión que está lejos de argumentar con contundencia en su resolución. Sin conocer el libro en el que se basa, de Gayle Forman, quizá el deseo de incluir en la película todos los elementos que había en las páginas del mismo haya provocado que la coherencia se escape en la pantalla por entre las escenas y los saltos entre una y otra secuencia, pero lo que es evidente es que la construcción no es sólida. La cinta se sostiene por momentos muy concretos, pero a Cutler se le puede reprochar el poco cuidado que ha tenido en la puesta en escena, porque no se puede pasar de una escena en la que se niega el acceso a Adam a un sitio muy concreto a que después pueda estar a sus anchas incluso sacando una guitarra de no se sabe muy bien dónde.

lunes, septiembre 22, 2014

'La gran seducción', lo previsible no quita lo divertido

Casi se pueden considerar un género en sí mismo esas películas que nos acercan al modo de vida de una pequeña comunidad en la que aparece un elemento extraño. La gran seducción, a pesar de que el título pueda indicar otras cosas, cuenta los intentos de un pequeño puerto costero canadiense para convencer al médico que está allí durante un mes de que ese es el mejor sitio en el que puede vivir. La cosa tiene trampa, porque el lugar necesita que haya un médico residente para que se construya allí una gran fábrica que dé empleo a sus habitantes, y para ello intentarán satisfacer todos los deseos del buen e inconsciente doctor. Con ese argumento, es tarea sencilla saber qué va a pasar en la película y por dónde van a ir avanzando las tramas hasta llegar a un final previsible. Pero al mismo tiempo hay que reconocer el espléndido rato que proporciona la película, simpática y divertida, honesta (cuando curiosamente la mentira es uno de sus temas centrales) y bonita, por su historia, por sus personajes y por sus escenarios.

Esos son los tres pilares sobre los que se sustenta. La historia, por muchos tópicos en los que acabe cayendo, es original. Lo es desde su arranque, con un prólogo que es casi un homenaje a una forma de vida, la del pescador pero también la del hombre trabajador. Los escenarios son magníficos, porque hacen buena parte del trabajo de introducir al espectador en la película. Desde un punto de vista urbano, es fácil identificarse con el personaje del doctor, que cae en un mundo que le es ajeno y en el que no puede encontrar las comodidades que tiene en su vida cotidiana, y eso hace que la comedia funcione con mucha más facilidad. Y los personajes son la clave de todo. Por cómo están escritos y por los actores que les dan vida, desde los secundarios con menos minutos en pantalla hasta la pareja protagonista, la que forman Brendan Gleeson y Taylor Kitsch. Es muy difícil encontrar agujero alguno en un reparto que disfruta con la historia y que se convierte en lo más sólido de la cinta.

Cinta que, por cierto, casi parece un reverso de Mumford, película de 1999 escrita y dirigida por Lawrence Kasdan. Si en aquella un hombre se hacía pasar por un reputado psicólogo aunque no lo era y engañaba con su labia a todo un pueblo, aquí es al revés, es todo el pueblo el que engaña a su nuevo doctor para hacerle creer que todo lo que le gusta en el puerto es genuino. La mentira es, por tanto, el detonante de todo lo que sucede en la historia, pero no es una película que pretenda enjuiciar a nadie. Es más bien un retrato amable de una comunidad esforzada y desesperada, y de un tipo que busca su lugar en el mundo y de repente parece encontrarlo en el lugar más insospechado. Ese escenario, complejo de gestionar si se quiere cerrar una historia perfecta, es lo que acaba redundando en los tópicos pero La gran seducción se merece la indulgencia del espectador en ese sentido porque la diversión funciona y hay un encanto evidente en la película en todas las escenas, desde las relacionadas con el críquet hasta las que tienen que ver con la visita de los ejecutivos de la compañía.

McKellar, en su tercer filme como director, maneja bastante bien los tiempos, siempre sin salirse de lo esperable pero aprovechando el material que tiene entre manos. Y es que hay que reconocer que todos los objetivos que uno se puede plantear para una cinta como ésta quedan plenamente satisfechos. Una realización correcta, una historia agradable, un humor acertado, unos actores carismáticos y un escenario bonito en el que encaje la historia. Todo eso lo tiene La gran seducción, que no necesita de mayores artificios para ofrecer casi dos horas de un buen cine de escapismo, amable y divertido, que sortea con facilidad la falta de identificación que podrían provocar los elementos más localistas (el choque entre críquet y hockey, la pesca como modo de vida obsoleto) gracias al inmenso buen rollo que transmite la película. Y eso, aunque parezca poca cosa frente a las mayores expresiones artísticas del medio o ante guiones más profundos, también es un buen camino para hacer cine.

viernes, septiembre 19, 2014

'El corredor del laberinto', otro intento fallido de crear una saga juvenil

Es evidente que cualquier estudio de Hollywood daría cualquier cosa por encontrar una franquicia fantástica juvenil, una saga que pueda extenderse a lo largo de tres, cuatro o cinco películas y que garantice una buena recaudación durante todo unos cuantos años. Por eso son tantos los títulos de ese corte que llegan a los cines con cierta asiduidad. El corredor del laberinto es uno de ellos, y por desgracia uno de los más insustanciales, uno de los que con más descaro refritean elementos de otros muchos productos literarios, cinematográficos y televisivos, y que con menos pudor plantea la necesidad de una continuación para dar una mínima coherencia al despropósito que plantea la película. Cada vez resulta más aburrido ver un filme que cuenta tan pocas cosas como ésta, que se ampara en los misterios y en la posibilidad de una secuela para no resolver tramas, y que se vuelca sólo en crear un mundo visual o narrativamente atractivo, que puede serlo, pero sin darle un poso, una historia o un planteamiento que le haga justicia.

No hacen falta muchas explicaciones para explicar de qué va El corredor del laberinto porque la misma película las elude. Hay un entorno natural rodeado por unos enormes muros de piedra, cierre interior de un inmenso laberinto que sólo se abre de día y que está custodiado por unas fieras criaturas. Y en ese entorno viven en una comunidad autogestionada un grupo de chicos jóvenes que no recuerdan absolutamente nada, que no saben por qué están allí y que basan sus opciones de escapar al conocimiento exhaustivo del laberinto. Lo que viene a ser, de forma muy simple, una mezcla entre El señor de las moscas y Perdidos, a la que se le pueden notar tintes de cualquier otra saga juvenil de los últimos años. ¿Originalidad? Ninguna. ¿Confusión? Toda la del mundo. Hay incongruencias, pero sobre todo faltan respuestas. Está bien jugar la baza del misterio pero es pernicioso cerrar una película con tintes de ciencia ficción sin satisfacer determinadas necesidades.

Lo más frustrante en ese sentido es el final de la película, anuncio de una secuela que ya está programada pero que genera desde ya bastante menos interés porque esta primera cinta flaquea de principio a fin. ¿Cuándo se ha perdido la necesidad de que cada filme tenga una identidad propia sin necesidad de depender de una continuación? De esta forma, lo único que se consigue es dejar historias inconclusas, como ya ha pasado con incontables intentos de localizar una nueva gallina de los huevos de oro entre el público juvenil que no recaudaron lo suficiente como para contar con una secuela. Lo que ofrece El corredor del laberinto es totalmente insatisfactorio a todos los niveles. Incluso cuando la película se digna a ofrecer explicaciones, éstas son torpes, pobres y muy poco concretas. El escenario, atractivo aunque inverosímil, no basta para convencer más allá de los primeros diez o quince minutos, y los giros que se van sucediendo son bastante poco sorprendentes y muy poco sustanciales a nivel argumental.

El corredor del laberinto es el primer largometraje de Wes Ball y su apuesta es bastante conservadora. Planos muy amplios para mostrar los escenarios y muy movidos para las escenas de acción (y de paso esconder con la cámara y con la oscuridad los posibles defectos en los efectos visuales) y un reparto de jóvenes irregular que mezcla rostros medianamente conocidos y otros casi debutantes y que deja en un plano completamente oculto a quienes no son imprescindibles para la historia. Pero hay que insistir en que la película falla porque no cuenta prácticamente nada. Queda la sensación de que estas casi dos horas se podrían haber condensado en una introducción de veinte minutos de una película de cien que sí podría haber resultado interesante. Pero eso es hoy en día lo de menos. Lo que importa es estirar el chicle, alargar las historias, buscar al menos trilogías que llenen salas de cine durante al menos un lustro. Y así hay poco que rascar.

lunes, septiembre 15, 2014

'Les doy un año', resultona comedia romántica

Cuando se ve que el currículum de Dan Mazer como director arranca con esta Les doy un año pero que es el coguionista de Borat y Bruno, esos dos vehículos para el ¿lucimiento? del Sacha Baron Cohen más desatado, cabe espera que esta comedia romántica sea más gamberra de lo habitual. Lo es en algún momento, pero al final acaba en los mismos territorios habituales del género Acaba siendo resultona, medianamente entretenida, gracias también a que entiende que superar sus 97 minutos para una historia en el fondo tan sencilla sería un suicidio, pero no hay muchos elementos que destaquen por encima de la media o ese gamberrismo desaforado que podría esperarse. Más bien al contrario, y quitando cuatro o cinco puntos más gruesos de lo habitual, es una comedia romántica bastante tradicional. Por eso, los aficionados al género seguramente la disfrutarán y los que no lo sean al menos no la considerarán una pérdida de tiempo.

De hecho, lo mejor de Les doy un año está en su comienzo y en su final, en la descripción de la idílica historia del enamoramiento que termina en boda con un buen uso del tiempo y en la forma en la que se resuelve el desamor labrado durante esos doce meses del título y el juego de parejas cruzadas que se establece durante el filme con cierta ingenuidad. Entre medias de ambas escenas, y pensando incluso que el final no termina de encajar con el tono de lo que se había visto hasta ese momento, Mazer trufa el relato de gags, de anécdotas, de chistes y de situaciones pretendidamente rocambolescas con menos éxito y transgresión de lo esperado. Es difícil que aburra una escena de un trío sexual y sin embargo lo hace. Pero al mismo tiempo es muy divertido el uso de animales (en este caso unas palomas). Mucho altibajo en la parte central de la película como para que termine de despegar.

Más o menos se hace llevadera la película porque los actores convencen. El matrimonio protagonista lo forman Rose Byrne y Rafe Spall, la ex novia de él es Anna Faris y el millonario que intenta ligar con ella es Simon Baker. Pero hay un personaje que demuestra el nivel de la película, el mejor amigo del novio y padrino en su boda interpretado por Stepehen Merchant. ¿Divertido en sus discursos plagados de alusiones sexuales? Puede ser. ¿Pero ayuda a que la película avance o a que los personajes protagonistas sean mejores? En absoluto. Es una evidente desconexión, un intento de introducir chistes que, en realidad, no añaden nada al relato. El gag por el gag buscando a uno de esos personajes de los que la gente hable y que habitualmente se usan para tapar las carencias de una película cuando ellos mismos, por divertidos que sean, suelen formar parte de esas carencias.

Les doy un año no es más que lo que pretende ser, un divertimento pasajero. El nivel de entretenimiento dependerá de lo que cada espectador se meta en la propuesta, pero no es nada del otro mundo. Algún que otro chiste divertido, las inevitables alusiones sexuales que invitan a colocar a la protagonista en ropa interior (exigencia obligada, al parecer), algún secundario cómico tópico que busca la risa fácil y una historia sencilla. Esto último es probablemente lo más decepcionante porque es evidente que la película busca un enfoque nuevo, el de una pareja con problemas y que pelea para llegar como sea al año de casados, asumiendo que esos primeros doce meses son los más difíciles de la aventura del matrimonio. Y, por supuesto, con el clásico cuarteto amoroso que sólo es tan divertido como pretende en los detalles de la escena del billar. El resto, resultón y pasable pero nada más.

viernes, septiembre 12, 2014

'El hombre más buscado', un acabado brillante

Seguramente no será una división exacta, pero es fácil dividir el cine de espías en dos categorías básicas. Por un lado está Bourne y formas análogas de contar una historia, y por otro está John le Carré y sus derivados. El hombre más buscado está basada en una novela del propio Le Carré, con lo que hay pocas dudas sobre a qué grupo pertenece la nueva película de Anton Corbijn. Le Carré es lo suficientemente conocido, y se han adaptado ya unas cuantas de sus novelas, como para descubrir ahora el género que representa, pero obviamente hablamos de películas de ritmo pausado, de enorme sutileza a la hora de construir tramas y personajes y, sobre todo, de mucha inteligencia. Puede que no todo el mundo acabe satisfecho con el ritmo, quizá porque Bourne y sucedáneos amenazan con apoderarse del género desde su posición de éxito, pero el poso que muchas veces necesita el cine de espías está en películas de una acabado tan brillante como el de El hombre más buscado.

Corbijn ya dio muestras del ritmo cinematográfico por el que apuesta en El americano. El hombre más buscado es más dinámica que aquella, pero no busca su intensidad en la acción sino en la historia. Y a diferencia de El americano, que sí llegaba a ser aburrida, ésta no lo es en ningún momento. No lo es por su madurez, por su sutileza, por la magnífica construcción de la historia, delicadamente equilibrada de principio a fin, sin que sobre ni falte nada para entender el episodio descrito, por su extraordinariamente bien orquestado final, y especialmente por unos personajes formidables. Todos. Sin excepción. Son personajes espléndidos sobre el papel, pero lo son aún más cuando el reparto, en absoluto estado de gracia, le aporta unos matices formidables. Y es que el mundo de Le Carré no es blanco o negro. Muy al contrario, está lleno de grises, de rincones oscuros, de buenas intenciones que no sirven para nada, de personas verosímiles en el sentido más absoluto del término. El hombre más buscado es un puñetazo de realidad.

Por eso, la mejor elección posible para protagonizar la película, una en la que los espías no saltan por las azoteas ni se balancean en helicópteros, era una actor como Philip Seymour Hoffman. Él es el paradigma de lo que busca la película: presencia y personalidad. Verle en su último papel protagonista vuelve a recordarnos la cantidad de años de cine que hemos perdido a causa de su muerte por sobredosis. Su espléndida interpretación se asienta no sólo en su lenguaje corporal y en su expresividad facial, sino también en su voz. Enorme. Y como él, Rachel McAdams también se transforma. La habitualmente locuaz y agradable protagonista es aquí seria, responsable, íntegra y dueña de sus silencios. Robin Whrigt, transformada en su aspecto con una peluca negra, es en cambio más cínica que de costumbre. Todos tienen su metamorfosis para crear un mundo nuevo para la película, y encajar en este mundo de terroristas, agencias gubernamentales y negocios turbios que pone su foco en Hamburgo, la ciudad en la que se gestó el 11-S, como se recuerda al comienzo de la película.

Siempre hay un peligro cuando se estrena la última película de un actor fallecido, y es que la despedida sea más importante que el propio filme. Esta se erige por encima de la figura de Philip Seymour Hoffman pero también lo hace gracias a su inmenso trabajo. Es cine de espías del bueno, del auténtico, del que deja motivos para la reflexión, del que permite seguir una investigación sin depender de giros de guión, en el que aparecen personajes realistas. Y sí, tiene un ritmo relativamente lento, aunque en comparación con El americano casi parezca parte de la saga Bourne. Pero eso no afecta al enorme interés que genera la trama, la puesta en escena de Corbijn y el espléndido trabajo interpretativo. Incluso con la presencia de Hoffman por última vez comandando un reparto, da la impresión de que va a pasar más desapercibida de lo que merece, porque es una película altamente recomendable para quienes gusten de guiones inteligentes, de esos que tantas veces se reclaman y que cuando llegan no siempre obtienen la atención debida.

miércoles, septiembre 10, 2014

'Líbranos del mal', una buena atmósfera no es suficiente

Es evidente que una buena cinta de terror necesita una atmósfera inquietante y creíble para funcionar. Pero es igualmente cierto que eso no es suficiente para que la película se sostenga. Líbranos del mal tiene ese problema. Scott Derickson, encasillado en el género de terror (El exorcismo de Emily Rose, Sinister) salvo por desastres como el remake de Ultimátum a la Tierra, consigue una puesta en escena atractiva, pero la película hace aguas en su guión. Durante bastantes escenas se sostiene sobre el alambre, pero al final cualquier explicación que se le pueda dar a buena parte del filme está tan cogida con alfileres que cuesta mucho comprarla, por mucho interés que pueda generar esta mezcla de policíaco y terror. De hecho, la parte de la película que más sufre de esta condición es el final, cuando Derrickson, que es también coguionista, pierde bastante el control sobre la historia, asume tópicos y ofrece un final bastante más flojo de lo que podría haber dado de sí.

Lo mejor de Líbranos del mal está, efectivamente, en su atmósfera. Hay alguna que otra trampa con el sonido, muy efectista por momentos (incluso sorprendente por la forma en la que se utilizan las canciones de The Doors), pero la puesta en escena es bastante correcta. Muy deudora de Seven, película a la que parece seguir en muchísimos aspectos (obviamente, a una gran distancia de aquella maravilla de David Fincher), siempre con iluminación artificial tanto en interiores como en exteriores. Pero los éxitos en este sentido sirven más al thriller que es Líbranos del mal que a la película de terror que pretende ser. De hecho, quitando los sustos habituales del género, puntuales y localizables (y, por qué no decirlo, también tramposos), el filme no genera una sensación de terror demasiado impactante, ni siquiera en su largo clímax, la escena más terrorífica sobre el papel, que llega ya cuando las explicaciones a lo que está sucediendo rozan lo inverosímil.

Aunque la película dice estar basada en hechos reales, y tomando eso con todas las reservas posibles siendo una historia que habla de posesiones demoníacas, no siempre deja la sensación de ser creíble. Quizá por eso lo más atractivo de la película, atmósfera aparte, sea la construcción del personaje protagonista, el de Eric Bana, un policía que tiene fama de acertar en sus corazonadas y que se ve envuelto en un caso de tintes sobrenaturales en los que no termina de creer. Pero, del mismo modo que la película, el personaje se va desinflando según avanza la trama. El resto es precisamente lo que va acumulando los problemas de la película. A ratos parecer que la mujer del protagonista (Olivia Munn) va a tener una gran importancia, y la que acaba teniendo es bastante insulsa. El compañero del policía que interpreta Bana (Joel McHale) desaparece durante muchos minutos sin una explicación coherente. Y el padre que ayuda al policía (Edgar Ramírez) no se sabe muy bien de dónde viene ni el papel que adopta en la trama.

No es que Líbranos del mal sea una película terrible, porque en el fondo, y si no se quiere prestar demasiada atención al detalle, proporciona cierto entretenimiento gracias a la forma en que están planeadas las escenas y al carisma de Eric Bana, pero no pasa de ahí. Derrickson no es un director que haya firmado ya películas redondas y ésta tampoco lo es. De hecho, el escaso terror que proporciona acaba resultando decepcionante y su arranque, un prólogo que transcurre en Irak, supone una entrada demasiado extraña para una película que quiere presumir de su entorno urbano. Como suele suceder en el género, queda la sensación de que había ideas que, convenientemente desarrolladas, sí podría haber desembocado en una película atractiva, pero Líbranos del mal no termina de serlo. Para aficionados poco exigentes del terror y, por supuesto, para quienes aprecien el trabajo de Eric Bana.

lunes, septiembre 08, 2014

'Hércules', con el espíritu de una clásica serie B

Hércules tenía pinta de ser un desastre, era uno de esos proyectos temibles que usan un personaje sobradamente conocido para hacer una película que, en el mejor de los casos, acaba siendo menor. La cosa empeora cuando el director al que se encarga el filme es alguien con tan poca personalidad como Brett Ratner, que tanto pronto te hace una buddy movie cómica como una película de superhéroes o un thriller sin que haya nada que las conecte, ningún sello como autor ni un estilo definido. Y la sorpresa llega cuando Hércules se convierte en una película entretenida, divertida y correcta en todo momento, en un relato de aventuras mitológicas (más realistas que legendarias en realidad) con un toque clásico que no entraba en lo esperable. Y no tiene casi nada que ver con el cómic en el que está basada, pero la película encuentra un camino propio que convence porque ofrece exactamente lo que busca, va al grano y no siente delirios de grandeza que le obliguen a ser nada más.

El primer gran acierto de Hércules es que adopta un tono clásico. A diferencia de la gran mayoría de películas actuales, las escenas de batalla no son confusas, no se pierden en mareantes giros de cámara, buscan planos amplios en los que contemplar los movimientos de los personajes y la estrategia de las batallas. Esto que parece tan simple es en realidad una rareza. Y no es que Hércules renuncie a las bondades digitales del cine actual, ni mucho menos y seguramente eso es lo que dispara su presupuesto a cifras que se alejan de esa serie B a la que homenajea, pero las utiliza para beneficio de la historia y no para llamar la atención, aunque eso sea justo lo que se ha hecho en los trailers, incluyendo como si fueran la historia en sí misma todas las escenas que la película incluye en un gozoso y divertido prólogo en el que se plasma la presencia más legendaria y mitológica de Hércules. Porque la película, muy al contrario, propone un Hércules diferente, uno que es un mercenario, aunque de buen corazón, que se aprovecha de esa fama de inmortal para hacer fortuna.

No se puede decir que Hércules tenga un guión especialmente brillante o sorprendente, y no hay que escarbar mucho para encontrar muchísimas referencias que Ratner copia con cierto descaro, pero el conjunto funciona. En sus 98 minutos no hay lugar para el aburrimiento ni para las escenas de relleno (a modo de ejemplo, la conversación sobre la forma en que Hércules fue reuniendo a su grupo de compañeros de armas se antoja necesaria). Se trata de ver a Hércules en acción junto a sus compañeros, todos ellos muy bien descritos, incluso dentro de los tópicos, y con sus momentos destacados, dentro de una trama sencilla y con adecuados toques de humor dentro de la espectacularidad buscada, una que no deja de ser deudora de esa serie B clásica más que del actual blockbuster hollywoodiense. A pesar de que hay mucho trabajo de ordenador, hace mucho que no se veía una película que tuviera aprecio por lo rodado más que por lo dibujado y en la que las peleas eran claras y la estrategia de la batalla un elemento funcional no sólo de esas escenas sino de la misma historia.

Hay que insistir en que Hércules es una película sencilla de la que tampoco cabe esperar nada rompedor o que marque época, pero dentro de esa sencillez es difícil encontrarle reproches. Si acaso que la promoción en España se haya volcado en la figura de Irina Shyak, cuyo personaje es absolutamente testimonial en pantalla. Porque lo demás, encaja. Se disfruta con un reparto acertado, divertido y adecuado para cada personaje (la finura en la pelea de Ingrid Bolsø Berdal o el salvajismo de Aksel Hennie, la presencia de John Hurt, o la siempre estimulante presencia de Rufus Sewell como el segundo de Hércules), con unas escenas de acción divertidas y dramáticas cuando procede serlo, y con momentos que añaden épica a esa agradecida serie B por la que apuesta la película como forma de entender el relato y como espíritu de la película, aunque su presupuesto sea de cien millones de dólares. Sorprendentemente, una película muy entretenida. Pero que nadie se haga muchas ilusiones de ver algo parecido en el cómic en el que está basada porque optan por caminos diferentes.

viernes, septiembre 05, 2014

'Jersey Boys', un Eastwood menor pero un Eastwood al fin y al cabo

Clint Eastwood es un director tan fundamental para entender el último medio siglo del cine norteamericano que cada vez que no alcanza la más absoluta excelencia algunos tienen la impresión de que esas películas no valen gran cosa. Jersey Boys es, en ese sentido, un Eastwood menor. Pero procede darle la vuelta al argumento inicial de estas líneas y recalcar que un Eastwood menor es al fin y al cabo un Eastwood, y eso, por muchos aspectos que se le puedan criticar, siguen siendo palabras mayores. Y es que el realizador de Sin perdón, Gran Torino o Los puentes de Madison tiene el profundo amor por la música que desprende su nueva película y un descomunal oficio para narrar con enorme fuerza las secuencias fundamentales de esta biografía de los Four Seasons, uno de esos grupos americanos de rock que triunfó en los años 60. No tiene el espíritu que tenía la anterior gran aproximación musical de Eastwood, la magistral Bird, pero mejora la irregularidad de su anterior trabajo, J. Edgar.

La película no es ninguna sorpresa dentro de la filmografía de Eastwood, un director que ha sabido combinar los filmes más personales, los más memorables y los más comerciales con una gran habilidad durante las últimas cuatro décadas. A su autor le entusiasma la música y en eso es un clásico incomparable. Por eso es tan fácil asimilar que lo mejor de Jersey Boys está en la puesta en escena de la música que se escucha durante las dos horas y cuarto que dura la cinta. No hace falta conocer la historia de los Four Seasons, ni siquiera sus canciones más populares, para entender por qué Eastwood va recalcando determinados detalles, momentos, títulos y sonidos. Todo se hila con la naturalidad habitual del cine de Eastwood, y funcionan francamente bien incluso sus apuestas formales más arriesgadas (la narración de los protagonistas mirando a cámara, un gran flashback introducido ya en la segunda mitad del filme o la escena final durante los títulos de crédito, que aquí, a diferencia de otro filme galardonado que ya usó ese recurso, sí encaja).

También es muy habitual en Eastwood el apostar por un casting de actores bastante desconocidos, casi siempre en los secundarios pero también de vez en cuando en los protagonistas, y en ese sentido hay unas claras reminiscencias de Banderas de nuestros padres. No es que dé la sensación de ser un casting equivocado, pero también es verdad que la falta de espíritu de la película, que existe en muchos momentos e impide que el resultado final se coloque en el grupo de obras maestras de Eastwood como director, puede achacarse a que no hay un carisma arrollador por parte de los protagonistas. Encajan, pero no enamoran. Y eso se ve cada vez que entra en escena Christopher Walken, un actor que no importa cuántos años tenga, de cuántos minutos disponga en una película o cuál es el registro de su personaje, porque siempre se puede sacar algo de su trabajo. Y se come al resto. Lo que sí parece osado en Eastwood es que hay muchas referencias culturales (entre las que se cuela él mismo) que provocan sonrisas cómplices en el espectador.

Una película de este tipo siempre tiene su mejor prueba de fuego en las elipsis temporales, a veces inmensas, obligadas por el amplio espacio de tiempo que desea cubrir la película. Y esas elipsis, a pesar de que Eastwood cuadra su montaje lo mejor que puede, no siempre funciona. No afecta al ritmo de la película, que avanza con una fluidez admirable, pero sí se va llevando por delante explicaciones necesarias. Eastwood en este caso ha decidido sacrificar claridad para ajustar duración (aún así, es relativamente larga), y eso pesa ligeramente en la película. Pero resulta difícil no disfrutarla a poco que la pierna del espectador se vaya moviendo según va sonando la música. Eso y la enorme categoría clásica de su director son razones más que suficientes para que Jersey Boys convenza. ¿Que no es una de las mejores películas del Clint Eastwood director? No, no lo es. Pero es que la excelencia no se suele dar todas las películas de ningún director y éste acumula ya unas cuantas películas irrepetibles. Ser exigente no obliga a destrozar lo que es simplemente bueno. Como si fuera tan fácil hacer una película satisfactoriamente buena.

miércoles, septiembre 03, 2014

'En el ojo de la tormenta', 'Twister' Revolutions

En 1996, Jan de Bont se llevó críticas durísimas por la en el fondo tan entretenida como mala Twister, pero como a Hollywood siempre le han gustado las películas de catástrofes era sólo cuestión de tiempo que alguien se acordara de los tornados. En el ojo de la tormenta es la película en cuestión y Steven Quale su responsable, director que sólo tiene en su trayectoria Destino final 5 y que fue director de segundad unidad de James Cameron en Titanic y Avatar. Eso, en teoría, garantiza unas buenas secuencias de acción. Y eso es todo lo que se puede sacar de la película, unos cuantos planos atractivos de caos y destrucción provocados por los tornados. Y ya. El envoltorio de eso, traicionero a su propia esencia de ser una supuesta película documental íntegramente grabada con las cámaras que hay dentro de la historia, es una película pobremente escrita, con moralejas que aterran y con personajes planos, prácticamente existentes y sin ningún actor con el suficiente carisma como para que alguno destaque.

La comparación con Twister es lógica, pero hasta cierto punto injusta. Es lógica en lo temático, porque ambas son películas de tornados. Pero es injusta porque aquella se encaró de otra forma. La de Jan de Bont era un entretenimiento absurdo desde su planteamiento cuya fuerza estaba en encontrar actores conocidos o de carisma (Bill Paxton, Helen Hunt, Cary Elwes, Philop Seymour Hoffman) que daban algo de vidilla al conjunto. En el ojo del huracán apuesta únicamente por lo visual, por los efectos, por las escenas de tornados, por el agua, el viento y lo digital. Y hay que reconocerle a Quale exactamente eso que se esperaba, que lo rueda con eficacia y espectacularidad. Hay planos muy logrados, no marea y sí consigue llevar al espectador, como dice el título de la película, al ojo de la tormenta. Esa sensación, eso sí, consigue cargársela hacia el final con uno de esos momentos tan difíciles de entender cuando algo parece estar funcionando y que deja unos instantes de silencio que sólo se pueden llenar con algunas carcajadas no deseadas del público.

Viendo sólo eso, la película podría haberse sostenido como un sencillísimo entretenimiento estival. Pero se hunde por dos razones. La primera, que pretenda ser una película (otra) de cámara en mano. Con la excusa de un documental (que valdría) y de un proyecto escolar (que hace agujeros por todas partes), la mayor parte de la película se ve así, a través de cámaras domésticas y profesionales. Pero no toda. Una trampa absurda y que, además, queda en evidencia con los testimonios finales de la película, parte de la inevitable moralina de una cinta de estas características hollywoodienses. La segunda razón estriba precisamente ahí. La ceremonia de graduación no importa. Que al chaval que arranca como protagonista le guste una chica de su instituto, tampoco. Mucho menos que el director del documental sea un tirano cabreado porque no ha conseguido grabar un tornado en los últimos meses o que el subdirector del instituto tenga un problema con sus hijos. Nada importa porque, por supuesto, casi todo acaba bien. Incluso los imbéciles se convierten en buenas personas tras los tornados.

A Quale hay que agradecerle que haya dejado su película en 89 minutos, porque eso es lo que hace que la experiencia no llegue a tan mal puerto como podría haber ocurrido. No es una buena película, pero siendo ese el tiempo que uno pasa en la sala de cine la recreación digital de los tornados basta para sacar algo positivo, por mucho que no haya nada a su alrededor que haga justicia al viejo cine de catástrofes. En realidad, da la impresión de que el filme es un deseo de hacer na película con tornados simplemente porque la tecnología actual permite mejorar lo que se vio en Twister. Y eso se le puede conceder. Pero da que pensar que parezca que un tornado demuestra que llevar una navaja al instituto es algo bueno o sinónimo de madurez o que los más irresponsables e iletrados chalados que aparecen en la historia son unos de los que sacan algo en claro de la catástrofe. Olvidemos las moralinas y disfrutemos de los tornados, porque si no el cabreo parece garantizado.

lunes, septiembre 01, 2014

'El congreso', fascinante caos

Cada día es más digno de aplauso que haya películas dispuestas a sorprender, a romper lo previsible, a buscar caminos que sean una incógnita incluso para sus realizadores. El congreso encaja en esa descripción, y eso acaba siendo tanto el aspecto más elogiable de la nueva propuesta de Ari Folman, el director de Vals con Bashir, como lo más reprochable. Y es que en esa capacidad de sorpresa, en su desmedido arrojo formal y en su singular narrativa está tanto lo que más fascina como lo que más puede desenganchar a algunos espectadores. La película, de hecho, va cayendo en un caos no siempre controlado según va avanzando y según se va transformando en algo diferente de lo que parecía proponer al principio, pero incluso dentro de ese caos hay momento más que fascinantes, que completan una cinta arriesgada y compleja, fácilmente divisible en dos mitades. La primera de ellas resulta soberbia, con un maravilloso juego de metaficción. La segunda es la más discutible. Eso es el caos y es lo fascinante, pero no es fácil. De ahí que sea una película digna de ver pero no recomendable para todo el mundo.

¿Pero de qué va El congreso? Como su título no aclara demasiado, conviene explicar algo más sobre la película. La protagonista es Robin Wright. No es sólo su actriz principal, sino también la protagonista del relato. Ahí comienza a servirse la metaficción. Y la historia arranca como una formidable reflexión sobre el papel de los intérpretes en el cine actual y la posibilidad de que en el futuro sean reemplazados por réplicas virtuales. Es, de esta manera, una de las mejores y más logradas reflexiones sobre cine y cultura popular que se han visto en la pantalla grande en los últimos años, que finaliza además con una secuencia absolutamente memorable, que explica el porqué del valor de un actor a través de dos genios, la propia Wright (a la que siempre da la impresión de que no se ha valorado en su justa medida, siendo una de las actrices que mejor expresa emociones poco corrientes) y Harvey Keitel (¿por qué este hombre ya tiene tantos grandes papeles?), con el siempre magnífico añadido en otras secuencias de Paul Giamatti y Danny Huston.

Así se llega a la mitad de la película, insisto, que es para enmarcar: poética, osada, con algo que contar, con un tema sobre el que debatir y con magníficas interpretaciones y puesta en escena. A partir de ahí, con una enorme elipsis temporada de veinte años, empieza lo complejo. Aunque no deja de ahondar en los mismos temas que planteaba, la película se transforma por completo. Cambia de medio, de la imagen real pasa al dibujo animado casi hasta su final, buscando una complejidad filosófica que no siempre queda clara pero que compensa con una imaginería visual apabullante y un divertido juego de referencias cinéfilas y culturales que prácticamente obliga a ver la película por segunda vez o a mantener una conversación con otros espectadores para compartir hallazgos. La película entra ahí en el terreno de la utopía futurista y después en el de la distopía, y es donde el caos acaba arrebatando algo de la genialidad previa al trabajo de Folman. Eso sí, la fascinación sigue ahí, porque el universo de color que plantea la película es absorbente hasta el extremo.

El congreso (el título hace alusión a lo que se ve en la segunda mitad de la película, mejor descubrirlo en el propio visionado) es, al tiempo que reflexiona sobre el futuro del cine, una muestra de que los lenguajes más tradicionales no están agotados. Sólo necesitan imaginación y talento para seguir estirando sus límites. Eso es exactamente lo que hace Folman, con la complicidad de una Robin Wright extraordinaria, que ya desde su primer plano en la película (eso, justo eso, hay pocas actrices que hoy en día sepan hacerlo mejor) y evidencia que si no hay papeles para actrices de su edad (48 años) es porque los autores no quieren. Y lo mismo se puede decir de la fantasía. El congreso no es una película de género en sentido estricto, no es una cinta pensada para que los primeros en ir a verla sean los apasionados de la fantasía o la ciencia ficción. Pero todo esto sirve a un propósito, a una historia, a una visión, y aunque sea caótica en zonas de su segunda mitad, nunca deja de fascinar. En el actual cine complaciente, para algunos será una propuesta suicida. A otros, y a pesar de sus defectos, nos parece una brillante que merece aplausos. Muchos.